martes, 24 de enero de 2017

Amigos que leen esta página: Mi hija mayor, con motivo de un nuevo cumpleaños de Jesús, me envió esta meditación que comparto con ustedes. Espero sea de su agrado.

 EL ASNO Y EL BUEY EN EL PESEBRE
 


El Asno  y el buey no están en los belenes por casualidad. No son una figura más, de tipo popular como el famoso caganer catalán o exótico como los camellos de los Reyes Magos. Son imágenes proféticas, una Palabra de Dios para ti, que ves ese nacimiento sin enterarte de lo que estás viendo. Son un toque de atención del Señor, cuando sólo te fijas en el río de aluminio o en la bombillita del fuego de los pastores, que “parece de verdad”.

Como señaló Benedicto XVI en su libro “La infancia de Jesús“, el asno y el buey no aparecen en ninguno de los cuatro evangelios. ¿Por qué entonces están en nuestros belenes? Muy sencillo. Porque esos belenes no son una simple costumbre inofensiva y simpática, son lo más osado que existe en este mundo: un acto de fe.
A los ojos de la fe, el asno y el buey revelan el cumplimiento de las profecías en Cristo, porque son una alusión a una frase del profeta Isaías:
“El buey conoce a su señor
y el asno, el pesebre de su dueño;
¡pero Israel no conoce,
mi pueblo no entiende!”
Is 1,3

En Cristo, se ha cumplido el plan de Dios para el ser humano. Los milagros, patriarcas, profetas, jueces, sabios y reyes del Antiguo Testamento miraban hacia él. Los dos animales, sin saber hablar, explican, humildemente, por qué este año es el 2017 después de Cristo y no el año 2770 ab urbe condita, desde la fundación de Roma. La historia del hombre no es una línea infinita, con un principio oscuro y sin fin, sino que tiene su eje en el nacimiento de Jesucristo. Desde entonces, ya nada será nunca igual.

 Nuestra esperanza no está puesta en el progreso, en la ciencia, en los poderosos de este mundo, en el dinero, en la ecología ni en la buena voluntad de los hombres, sino en el amor gratuito de Dios hecho carne.

Estos dos animales, pues, ponen tu mundo cabeza abajo. Tú crees que eres el centro del universo. Lo demuestras cada día viviendo para ti mismo, poniendo a todos y a todo a tu servicio, buscando que todos te sirvan, que te consideren, que te den gloria. Pero el asno y el buey, tozudos como todos los asnos y todos los bueyes, te dicen que el centro del mundo no eres tú, sino ese Niño que está entre ellos. No importa cuántas veces vuelvas a intentar ser el centro de tu mundo: ellos siempre estarán allí recordándote que estás equivocado. “Te manifestarás en medio de dos animales”, anunció el profeta Habacuc (Hab 3,2), y así se cumple hoy en ti: el sentido de la vida se te manifiesta entre dos animales, el Señor de tu historia entre un asno y un buey.

Que no te engañe el aspecto apacible del belén de tu casa o de tu parroquia. La palabra profética hecha figurilla de barro en el asno y el buey es terrible. Porque es terrible el contraste que señala Isaías entre el pueblo de Dios, que no reconoce su venida, y el asno y el buey, que, a pesar de ser solamente animales, conocen a su señor y reconocen el pesebre de su dueño. Como toda palabra profética, se refiere a ti y a tu vida. 


Tú eres parte del nuevo pueblo de Dios: ¿Reconoces su venida? ¿Estos días navideños están centrados para ti en Jesucristo o vuelan por las preocupaciones de regalos, cenas  y fiestas? Si vives esta Navidad como la vive un pagano, hasta el burro y el buey se levantarán contra ti para acusarte, porque ellos reconocen el pesebre de su Señor y tú eres incapaz de hacerlo.

Los dos animales son también, como te diría San Francisco de Asís, una palabra de pobreza para ti. ¿Cuál es su misión en el nacimiento de  Cristo? Calentar un poco aquel pesebre con su aliento y el calor de su cuerpo. Algo que está al alcance de hasta el más pobre de los pobres. ¿Qué te pide a ti Cristo hoy? ¿Grandes cosas? Eres incapaz de hacer grandes cosas. ¿Riquezas que cambien el mundo? Apenas llegas a fin de mes. ¿Sabiduría y erudición? A menudo, de tu boca salen más bien rebuznos o mugidos.
Entonces, ¿qué quiere Dios de ti?
Lo que quiere, en primer lugar y ante todo, es que te dejes querer por ese Niño y aprendas así a amarle a Él. Alégrate de formar parte de su familia, que es la Iglesia. Dios no quiere quitarte nada, te quiere a ti. Disfruta, pues, de “la generosidad de Jesucristo, que siendo rico se hizo pobre, para enriquecernos con su riqueza” (2Co 8,9). Ya habrá tiempo, si Dios quiere, para que hagas grandes cosas.

Finalmente, como en una meditación ignaciana, el burro y el buey te muestran el camino de la contemplación. Desde que se puso el belén, los dos animales no hacen otra cosa que mirar al Niño, junto con María y José. Para eso es el nacimiento: para que mires al Niño, para que pases tiempo y tiempo contemplando a Dios hecho carne por ti, para que le digas mil palabras de cariño, para que estés ahí, junto a él. 

Leí una vez que San Josemaría compró una imagen de Niño Jesús de tamaño natural, para que, en Navidad, sus sacerdotes se la fueran pasando y tuvieran al niño en brazos durante unos momentos, contemplándolo, diciéndole cosas y simplemente queriéndolo. El burro y el buey no tienen nada mejor que hacer estos días. Y tú tampoco...


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